Le salió la hoja roja del librillo el mismo día que entregó El Hereje a la editorial. Doce años después ha recogido sus bártulos de caza, escritura, periodismo y dibujo.
Él mismo se consideraba más hombre de palabras que hombre de letras, de intuición antes que de erudición. Decía que cuando escribió El camino descubrió que “se podía hacer literatura escribiendo sencillamente, de la misma manera que se hablaba.” Por eso la voz y la palabra de sus personajes no son otros que la voz y la palabra de la gente de su tierra, es decir, de Valladolid y de Castilla. Y es así. Conozco a personas que en pleno siglo XXI, era de cibernética, informática, domótica y otros muchos esdrújulos más, aún se encogen de hombros cuando algo no muy bueno les pasa y dicen “¿Qué hacer?”, como Paco el Bajo, asumiendo que todo lo que le pase va asociado a su suerte de cachicán fiel.
Era un hombre serio, pero no distante, comedido. Y sobre todo, era un poco de nuestra familia, era muy habitual cruzarse con él por Valladolid, zona de Recoletos, Campo Grande, siempre con su visera y solo. No llamaba a la adulación ni al lisonjeo, era placer sólo verle pasar. La naturalidad engrandece, por eso era imposible no apreciarle: y digo “le” y no “lo” porque tengo a bien decir que soy de la misma ciudad que Miguel Delibes, que aunque no sea mérito mío, me enorgullece gracias a él.
No tenga la menor duda, Don Miguel: el Nobel le hubiera parecido un latazo.